Soy de la tribu de los madrugadores

Algo fantástico ocurre durante las madrugadas: la magia, eso es. Esas horas me transportan a un espacio de encuentro con mi yo más sosegado, más auténtico. El silencio y la penumbra me invitan a la meditación, a la escritura de mi diario. El tiempo lleva un ritmo pausado y difuso, los sonidos se magnifican y singularizan, la escasa luz se tiñe de misterios y promesas. Me fundo con la nada, soy oquedad, me vislumbro como todas las posibilidades de mí misma y ninguna. Ese es el único momento en el que me animo a leer poesía y, en días afortunados, me asalta la inspiración y escribo historias que jamás podría escribir después de la salida del sol; historias que, al releerlas, me pregunto quién las escribió.

No me considero una madrugadora innata; creo que tomé el hábito de levantarme a horas absurdamente tempranas ya en la adultez. Supongo que ocurrió cuando empecé a trabajar, por exigencias del horario en complicidad con el caótico tráfico caraqueño. El hábito hace al monje, reza el dicho. Yo digo que, no solo nos acostumbramos a todo —hasta a lo malo—, sino que, tal vez como una manera de asimilar con mayor amabilidad lo impuesto, nos adueñamos de ello y lo asumimos como parte de nuestra personalidad. 

No obstante, sí reconozco que hubo en mí, desde siempre,  un terreno propicio para que la semilla madrugadora germinara y creciera fuerte: nunca fui noctámbula. Tanto durante la adolescencia como en la época de la universidad me costaba seguirles el ritmo de la rumba a mis amigos. Prefería levantarme a estudiar muy temprano en vez de trasnochar antes de los exámenes. Ya en mi edad adulta, despertarme muy temprano, usualmente a las 4 a. m., se volvió, más que un hábito, uno de mis placeres culposos.

Si durante el fin de semana despierto cuando ya es de día, me persigue la sensación incómoda de haberme perdido la parte más disfrutable de la jornada. En mis madrugadas el café resulta más aromático y marida a la perfección con la resolución de un sudoku —a veces dos. Me escribo con un par de amigos, madrugadores también. Desde la ventana de mi apartamento en Houston observo los autos que transitan por la autopista; me pregunto hacia dónde se dirigen, si van o vienen, si su recorrido los lleva a casa luego de un trabajo nocturno o alguna fiesta o una noche de sexo, si van de paso hacia otra ciudad o si deben llegar a algún sitio debido a un compromiso temprano. Muchos días, la inminencia del alba me impulsa a salir, a fundirme con los restos de la oscuridad antes de ser abatida por los rayos del sol.

Entonces preparo una segunda o tercera taza de café y la vierto en un contenedor con tapa. Estamos a inicios del otoño y ya ha bajado un poco la temperatura, así que me pongo una chaqueta sobre la pijama y salgo presa de una excitación calma. Camino por el pasillo, tomo el ascensor y salgo del edificio sin cruzarme con nadie. El aire crispado me recibe afuera junto a los sonidos de esa hora crepuscular que he hecho míos: el viento azorado, el canto de un ave que encuentra respuesta en un árbol cercano, el zumbido de los autos en la autopista, el rugir del camión de la basura.

Los madrugadores nos reconocemos y compartimos una complicidad silente. A esa hora nos igualamos todos: el alto ejecutivo de una empresa transnacional que se detiene a buscar un café antes de ir a la oficina para su primera reunión; la señora que limpia las oficinas de un edificio aledaño y que a esa hora termina ese trabajo antes de volver a casa a despachar a los niños que van a la escuela o, tal vez, dirigirse a su segundo trabajo del día; la enfermera que vuelve a casa luego de cumplir con el turno de la noche; el ciclista que entrena para un triatlón. Nuestras miradas se cruzan. Algunas veces hacemos un gesto de reconocimiento; otras, intercambiamos un saludo o tenemos una conversación breve. Me encuentro con la señora que barre la acera, nos saludamos y ella pregunta por mi hermana. La vecina del quinto piso pasea a sus dos perros y me saluda desde lejos antes de entrar a nuestro edificio. Al otro lado de la calle se estaciona un camión y el conductor descarga frutas y verduras en la tienda de jugos. Una luz en movimiento llama mi atención y diviso a un corredor que porta una linterna sujeta a su frente mediante una banda elástica; lleva audífonos y no me mira; supongo que corre en su universo particular.

 

Soy de la tribu de los madrugadores

Enciendo un cigarrillo y aspiro el humo con deleite. Es un hábito que he dejado varias veces y espero dejar (casi) definitivamente el año que viene; debo confesar que, aunque no soy adicta a la nicotina, disfruto mucho fumar—otro de mis placeres culposos. Se estaciona el camión que entrega los aguacates en el restaurante de la esquina y me pregunto si esta es su primera entrega. ¿A qué hora se levantó este señor para estar aquí a las 5:30 a. m.? Ya nos hemos visto varias veces y me saluda de lejos. Miro hacia arriba y observo las ventanas de mi edificio. La mayoría de los apartamentos están a oscuras, cuento los que están iluminados: cuatro de un total de quince que dan hacia este lado. ¿Los ocupantes de los apartamentos a oscuras aún duermen? Algunos, quizás, ya salieron. En el quicio de una de las ventanas iluminadas veo a un gato mirando hacia abajo. ¿Me ve a mí? Me entristece que esté encerrado y solo pueda apreciar la vida de afuera desde ese lugar; los gatos son felices cuando corren por un jardín, cazan, juegan, se tienden al sol. Este gato, atigrado, me recuerda a mi amada Tigra y me reconforta una vez más la certeza de que hice lo correcto al dejarla en la casa de Caracas con su hermano Harry y mi ex cuando me mudé a Houston. El señor de los aguacates sale del restaurante y sube a su camión. A los pocos minutos se baja y camina hacia mí, sonriente. Guarda un cierto parecido con el actor John Goodman; comparte con este, además, una cualidad en su actitud, una sabrosura en el andar que lo distingue. A unos pasos de mí, extiende un brazo y me entrega una servilleta doblada. “In case you want to talk with someone, one day”, dice, antes de volver al camión.  En la servilleta escribió un número de teléfono y su nombre: Jamie.

Camino hacia la cafetería italiana ubicada a unos pocos metros y me cruzo con una pareja de jóvenes; nos saludamos con la cordialidad de las tribus opuestas más no enemigas; ellos pertenecen a la tribu de los trasnochadores. Los de ambas tribus nos reconocemos y desconocemos en las madrugadas, y firmamos acuerdos tácitos de paz antes de proseguir con nuestros respectivos caminos. La clave para dicha cordialidad se encuentra en el respeto mutuo; a los trasnochadores a veces les toca madrugar mientras que los madrugadores nos acostamos tarde algunas noches, por placer, trabajo u otros compromisos. En esos momentos, trasnochadores y madrugadores nos preguntamos cómo los de la tribu opuesta escogen o se adaptan a ese estilo de vida que a nosotros nos resulta insostenible. Eso nos lleva a respetarnos.

Entro en la cafetería, la chica de la caja me saluda en español, sabe quién soy. Sabe también que a esa hora pido un espresso doble y me da el descuento de residente del área. A esta hora, contrario a lo que podría suponerse, nadie luce apurado. Hay unas cinco personas sentadas esperando que les entreguen su pedido, lucen relajadas, se enfocan en sus teléfonos o conversan entre ellas. La chica se reparte entre las labores de atender la caja, preparar el café y llevar los pedidos a las mesas. Todos nos saludamos y abundan las sonrisas. Empieza a clarear mientras estoy allí y con la luz del día todo cambia. Los rostros se tensan, las sonrisas escasean, los movimientos de las personas y el tiempo se aceleran. Se descorre una cortina invisible y volvemos a ser los que somos durante el día: el médico al que le esperan tres intervenciones quirúrgicas durante esa jornada, la señora joven con su mat de yoga al hombro, el ingeniero con botas de seguridad que va de camino a la refinería, el sesentón que se mudó recientemente a mi edificio luego de su divorcio. Y yo, esta mujer que comparte contigo su madrugada hoy.

6 respuestas a «Soy de la tribu de los madrugadores»

  1. Avatar de Zaida Arrechedera
    Zaida Arrechedera

    Me gusta ese sentimiento de complicidad silente, un espacio interno que de paso energiza. Aunque no soy de las que madruga.

  2. Avatar de Grace P Bedoya
    Grace P Bedoya

    Muchas gracias por leerme y por tu comentario, Zaida.

  3. Avatar de Pilar
    Pilar

    Soy de la misma tribu… Nada como ese silencio de las madrugadas y ver desde la ventanilla del bus cuando voy a mi trabajo como van saliendo los rayos del sol…

    1. Avatar de Grace P Bedoya
      Grace P Bedoya

      De acuerdo, Pili, es magia pura. ¡Abrazos!

  4. Avatar de Luis Rafael Barberii V
    Luis Rafael Barberii V

    Excelente escrito Patricia sobre un tema que me es afín !! … aunque soy búho ? puedo entenderte por que mi pareja se despierta a meditar ??‍♂️ todos los días; a la “El club de las 5 am” de Robin Sharma !! … saludos amiga y sigo atento a tu vena literaria !!

    1. Avatar de Grace Bedoya
      Grace Bedoya

      ¿Será que los «búhos» y los madrugadores se complementan? Comparto con tu pareja la afición a meditar durante las horas de la madrugada, hay magia allí. Gracias por leerme y por tus comentarios, Luis. Abrazos.

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