Amor y deseo: ¿nacen dentro de nosotros o son una fuerza externa que nos subyuga?
El amor ha sido un tema complicado en mi vida: un anhelo que se me escapa, una búsqueda de algo que temo alcanzar. Algunas preguntas me han envuelto como un aura en los últimos años: ¿cuál es la naturaleza del amor romántico? ¿Por qué a mí me ha resultado a veces elusivo y otras se me ha presentado como un duelo más conmigo misma que con el otro?
En la mitología griega, el amor —o Eros— es representado como una fuerza que subyuga a todos por igual. De hecho, está conectado con una de las pocas debilidades que exhiben los dioses del Olimpo: el poderoso Zeus es a menudo sometido por su embrujo; Afrodita, la diosa del amor, es víctima de Eros en ocasiones. En su libro “Las metamorfosis” o “El asno de oro”, Apuleyo relata la fábula de Cupido y Psique en la que un Cupido enamorado es herido por el objeto de su pasión. En ese sentido, el amor puede ser visto como un punto de conexión entre los hombres y la divinidad: ninguno es inmune a su efecto y se presenta como una fuerza externa a dioses y humanos que los toma y los deja indefensos ante su poder.
Este enfoque siempre me ha intrigado. ¿Es el amor realmente una entidad autónoma que nos somete y sobre la cual no tenemos control? ¿O, por el contrario, los sentimientos están atados a nuestros pensamientos y, por lo tanto, tenemos algún grado de dominio sobre ellos? Es un dilema que me resulta difícil desentrañar. Hace poco conversaba con F., un amigo muy querido —psicoanalista— y a quien considero un hermano, acerca del deseo (el deseo en general, más allá del sentido meramente sexual). Él expresó que deseamos lo que no tenemos y que, una vez generado el deseo, lo podemos justificar con cualquier teoría —como el instinto—. Sin embargo, al aferrarnos a una explicación de ese tipo, nos alejamos del hecho de que somos los agentes del deseo y lo aceptamos como si este se nos impusiera por una causa ajena a nosotros. Todo deseo va acompañado de emociones, las cuales transformamos de muchas maneras y ajustamos a diversas circunstancias —internas y externas. Nuestro mundo hormonal también influye, aunque no tanto como en algún tiempo se pensó, concluyó F. Esto último llamó mi atención, pues en el pasado culpabilicé a mis hormonas enloquecidas por algunas de las historias que he vivido.
A raíz de esa conversación, quise examinar mi historia romántica y compararla con el análisis expuesto por F. y el enfoque de que el deseo surge dentro de nosotros. Fui enamoradiza durante mi juventud pero me desenamoraba rápidamente apenas se diluía la emoción inicial. En mi vida adulta, por el contrario, me he enamorado solo tres veces en relaciones a las que me referiré como la más larga, la intermitente y la efímera. En los tres casos percibí lo que sentía como una fuerza sobre la cual no tenía control, dejé de ser la yo racional y analítica que creo ser y me convertí en un ente que solo existía en función del amor que necesitaba recibir.
En la antigua Grecia, la tragedia era una obra teatro, normalmente una trilogía con una cuarta parte adicional al final: una sátira. Y ya que hablamos de mitología y dioses del Olimpo, me permitiré narrar la historia de mis tres relaciones fundamentales como si conformaran los actos de una representación teatral.
Empezamos con mi amor más largo. Lo conocí antes de graduarme de ingeniero, cuando realizaba mi pasantía en la península de Paraguaná, Venezuela. El azar fue el anfitrión del encuentro. Debo confesar que no sentí flechazo alguno, más bien un dejo de tristeza pues, aunque ese hombre poseía muchas de las cualidades que me resultaban importantes en una potencial pareja, no me despertaba ninguna pasión. Qué lástima —pensé—. Este hombre es un caballero inteligente y de conversación interesante, pero nunca podría tener nada con él porque no siento atracción física. Los dioses del Olimpo rieron y se impusieron la tarea de hacerme tragar mis palabras. Poco tiempo después éramos amigos. Compartíamos cada vez más tiempo y fue surgiendo una conexión especial entre nosotros pero, aunque él buscaba mi compañía, no terminaba de dar un paso adelante. Así, conquistarlo se convirtió en un reto para mí. Luego vino el primer beso, y establecimos una relación del tipo amigos con derechos. Al cabo me enamoré; él no y me alejé. Me sumergí en un estado letárgico, un vacío que me dejó postrada en cama y del cual emergí cuando experimenté una epifanía: éramos el uno para el otro. Decidí seguir a su lado y callar lo que sentía, con la certeza de que, en algún momento, él se daría cuenta de que estábamos destinados a estar juntos. Así ocurrió. Años después, ese amor se fue apagando, aunque ninguno de los dos quisiera admitirlo. El ocaso del amor empaña las horas y aridece el ánimo, y a muchos se nos imposibilita aceptar la realidad de que ya no somos dos con el anhelo de navegar juntos en la vida. Fui yo quien tomó la decisión de separarnos, no sin antes someterme voluntariamente a torturas metafóricas propias de la inquisición. Este fue un amor que funcionaba casi exclusivamente en el ámbito intelectual, y si quisiera buscar una analogía entre esa historia y la literatura clásica griega me atrevería a decir que la esencia de ese vínculo estaría personificado por una Psique sin Eros.
El segundo acto trata sobre la relación intermitente. En esta confluyeron unas energías con ánimo más sofisticado en un juego que se desplegó a través de varios años y estrategias silenciosas. Esa persona me dejó descolocada siempre, desde el estadio temprano de la amistad. Me tomó un tiempo ponerle nombre y forma a aquello que sentía, y deambulamos a través de espacios de desencuentros y confesiones anacrónicas o divergentes. Hasta que, inevitablemente, la pasión se desbordó, casi sin nuestro consentimiento, y nos condujo a vivir romances de corta duración en varias etapas. Durante esos períodos, el éxtasis me resultaba casi insoportable, perdía el apetito y me costaba concentrarme en mi trabajo. Luego nos separábamos y, por meses, yo me sentía perdida y sola, y hubo días en los que me costaba tragar. Cuando lograba retomar el cauce de mi vida, él reaparecía y yo intentaba que mantuviéramos la relación en el plano estrictamente amistoso, sin éxito. En la etapa final, contrario a las leyes de la física, la energía —la pasión— de los encuentros anteriores no se había disipado en cada explosión sino que se fue concentrando hasta convertirse en algo similar al amor. En ese último período, ciega e irracional, me construí unas alas y, como una Ícaro posmoderna, me elevé más allá de la atmósfera y seguí en vuelo directo hacia el sol. ¿Cómo se puede terminar algo así? —pensaba—. Es imposible. Fácil —respondió el Coro—, con un diagnóstico no bueno —y los dioses rieron nuevamente. Cuanto más alto vuelas así de fuerte será la caída. Ese amor terminó en su clímax, con consecuencias desastrosas para mí en su momento, y permanece en mi memoria con una cierta pátina de idealización equivalente a la del héroe que muere en la plenitud de la vida. A lo largo de esa historia, sentí que lo que ocurría dentro de mí y entre nosotros se escapaba de mi control, como si, en efecto, se tratara de un poder más allá de mí.
Entre el segundo y tercer acto de esta, mi tragedia griega, hubo un intermedio en el cual me sumí en la aridez y un estado de ateísmo con respecto al amor. Paradójicamente o, quizás como consecuencia, experimenté un renacimiento o florecimiento en otras áreas de mi vida. La más importante de ellas fue el entendimiento y aceptación de que la escritura ya no era un hobby para mí, sino mi pasión y propósito. Esto no es casualidad, creo. Es sabido que el deseo sexual y la creatividad comparten una energía similar que está asociada a Eros. En la cumbre de mi escepticismo frente al amor subió el telón, y me encontré en el tercer acto de mi obra: la relación efímera.
Allí se manifestaron nuevas imágenes, influencias o figuras, distintas, al menos en apariencia, a las que ya habían obrado en los actos anteriores. ¿Tal vez sabían que ya las había diseccionado y analizado microscópicamente y me encontraba alerta y con todas mis armas preparada para enfrentarlas? O, simplemente, ¿eran las mismas pero no supe identificarlas? O, peor aún, ¿las reconocí e ignoré su naturaleza porque en ese momento escogí entregarme a ellas?
Pero me adelanto en mi historia. Cuando el telón se elevó, me encontré sola en el medio del escenario; un reflector potente alumbrándome. No tenía guion. Nadie me había dado instrucciones. Muda, aterrorizada, me observé: estaba completamente desnuda, como en esas pesadillas recurrentes y universales, solo que esta vez no era un sueño. Y mi desnudez no era ajena para nadie: ni yo misma me creí la fábula del traje mágico. Hizo su aparición un hombre joven que no me era del todo desconocido. Portaba una espada de palabras y un escudo de vulnerabilidad. Suspendido, muy cerca del techo, flotaba un Cupido travieso de sonrisa maliciosa, que mostraba desdeñoso su arco; en lugar de flechas llevaba una venda que descendió y se aferró a mis ojos. No me cegó, solo dotó mi visión de imágenes difusas. Yo ofrecí una resistencia heroica y débil a la vez, atrapada en el campo de batalla entre dos titanes: mi mente exponía las razones para la huida, mientras mis emociones luchaban por rendirse. Cuando mi última barrera fue derrumbada, me diluí, de manera consensual aunque sin conciencia, en una danza instintiva y sincopada, sutil y estruendosa. En el paroxismo fabriqué nuevas alas y alcé el vuelo pero el sol me aterrorizó. Volé bajo, cerca del mar, el agua mojó mis alas y me hundí en las profundidades. Al emerger, me encontré sola otra vez, en medio de la tarima, cubierta de harapos que acentuaban aún más mi desnudez subyacente. Ya fuera de la alegoría, viví esa historia como hice en las otras dos: con devoción y convencimiento, idealizando a la persona, los sentimientos y los hechos. Terminó tan abruptamente como había empezado, y nuevamente caí abatida en una playa desconocida. Me sentí expuesta ante varias personas que fueron testigos de esa historia. Me sentí avergonzada debido a que él era menor que yo, y ridícula por mi comportamiento adolescente. ¿Qué se apoderó de mí para hacerme desoír toda lógica y lanzarme, como lo hice, en una travesía a todas luces absurda?
El cuarto acto de mi obra, a diferencia de la tragedia griega, se aleja de la sátira, pues esta ya permeó el núcleo de los anteriores. Al final, hago un ejercicio de amor hacia mí misma, uno raro que se basa en la aceptación y acogimiento hacia la yo que fui y soy. Una mujer que ha amado, quizás de manera errónea pero genuina a estos hombres, y que fue amada por ellos, de una forma ambigua a ratos pero no por ello menos real, solo alejada del modo en el que yo deseaba —y deseo— ser amada. Aplaudo mi valentía y mi convicción al arriesgarme a vivir apasionadamente aun sabiendo que la ruptura y el dolor pueden hallarse solapados al fin del camino. Y resuena dentro de mí la pregunta que me persigue: eso que sentí al vivir esas tres historias, ¿tuvo su origen en una fuente externa o se trata de uno de los dos polos que coexisten en mi interior y forman parten de mi esencia?
En la literatura clásica griega, las mujeres son representadas con el cabello recogido o suelto. Lo primero simboliza a la mujer casada, digna, recatada. Lo segundo, a la soltera y podía estar asociado al “útero errante” —lo que se creía era una enfermedad que tenía por efecto un exceso de emocionalidad o histeria en las mujeres que la padecían. Yo me he identificado con ambas. En la relación más larga me contuve y esperé, compuesta y decorosa. En las dos últimas perseguí, exigí y rogué. Me siento entre dos aguas. Por una parte, temo el amor: ese que he sentido como una fuerza externa que me hace ser una mujer que desconozco y se embarca en un viaje destinado al naufragio, tan inconsciente que soy incapaz de atarme al poste. Por otro lado, deseo volver a enamorarme y sentir esa emoción que dota la existencia de matices únicos. Espero que, cuando ocurra, sea capaz de vivirlo con un cierto grado de sobriedad mental y emocional, independientemente de que el deseo o el amor tengan su origen dentro de mí misma o provengan de una fuente ajena a mí.
18 respuestas a «Amor y deseo: ¿nacen dentro de nosotros o son una fuerza externa que nos subyuga?»
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Definitivamente debías ser escritora, cada línea me hace recorrer ese camino. De verdad que estoy muy orgullosa de tí. Te quiero mucho.
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Mil gracias, Evy querida. Me honra que leas mis artículos y resuenen en ti. Yo también te quiero mucho, un abrazo fuerte.
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Mi Bedo… Siempre valiente… Sin importar lo que pueda suceder mañana, no dejas de apostar por el amor… Por eso llegara y justo de la manera que tu te lo mereces (mira que no dije necesitas)… Te quiero lo sabes
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Pili adorada, gracias por leerme y por tus cálidas y generosas palabras. Sabes que también te quiero mucho.
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Dis querida, el amor llego y creo que tu lo sabes,
Sigue amando de esa manera al teclado que te hace volar y llegar a los corazones de tus lectores . Love Always! -
ET querido, mil gracias por leerme y por ese comentario hermoso acerca de la escritura en mi vida. Tienes toda la razón: el amor llegó para quedarse. Love you back!
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Me parece muy interesante esta disertación sobre el amor , definitivamente esto me demuestra que los hombres y las mujeres somos diferentes en ese campo, para mí el amor solo se siente y hay algo dentro de nosotros que hace que prospere o se muera , gracias Patricia por escribir tan acertadamente y nos hace reflexionar , sigue adelante te quiero mucho .
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Querido José, cuánto me alegra que lo hayas leído y desees ser parte de la conversación. Me interesa mucho escuchar puntos de vista diferentes y contrastarlos con los míos (los cuales, por cierto, no son rígidos y posiblemente varíen con el tiempo). Un fuerte abrazo.
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Difícil definir todo esto del amor. ¡Muy buen ensayo!
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Lucía, muchas gracias por tu lectura y comentario. Estoy de acuerdo contigo: el amor es un asunto difícil de definir y explicar. Un abrazo.
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Hola Señorita Bedolla. Tu gran amor está dentro de ti y es tu inspiración a la escritura. Esa gran pasión llenará tu entrañas y no habrá ningún amor que se compare. Escribes en grande amiga y sigue es esa inspiración que te hará volar con tus alas bien alto.
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Srta. Santiago, agradezco mucho tu lectura y la forma tan acertada en la que expresas mi amor y pasión por la escritura. He dicho en varias oportunidades que cuando escribo no estoy sola, y la plenitud que experimento cuando escribo dista mucho de cualquier otra emoción que haya sentido con cualquier otra actividad y en mis relaciones amorosas. Un fuerte abrazo.
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En cierta etapa de la vida se juzga al vino y no a la uva.
Estas son las alternativas:
trabajar con Eros,
trabajar contra Eros
o ignorar a Eros.Harás un mundo mejor eligiendo lo primero.
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Muchas gracias por leer el artículo, por tu acertado análisis y sabio consejo. Saludos.
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Estimada Grace
Me alegró mucho encontrarte casualmente por la red. Y el destino hizo que lo primero que leyera de ti, sea precisamente esta disertación sobre el amor.
Con los años aprendí que a veces uno ama y otras veces lo aman a uno. Que de vez en cuando, el amor es bidireccional.
También aprendí que por mucho que uno ame a la otra persona necesita una serie de herramientas, actitudes y actitudes para poder expresar ese amor de forma que la otra persona lo entienda, lo valore y con suerte sea recíproco.
Aprovecho estas líneas para disculparme con todas esas personas que no pude amar como ellas querían y merecían.
Pero, aprendí , también, que me quedo con lo bonito de cada una de esas relaciones. Y por eso las sigo queriendo desde mi particular esquina del mundo.
Espero poder continuar con el placer de seguir leyendo cosas tuyas. -
Eduardo, muchas gracias por leer el artículo y por tu honesta reflexión al respecto, lo valoro mucho. Ese es uno de los propósitos de este blog: abrir un espacio para el diálogo sobre temas de los que rara vez hablamos. Encantada de tenerte por aquí, un abrazo.
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Hola Grace!!!, qué bueno saber de ti, me encantó tu blog, espero sigas produciendo contenidos tan simples y a la vez tan profundos como este. Te mando un besote
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Gisela, muchas gracias por leer el artículo y por comentarlo. También me alegra retomar el contacto contigo. Besos.
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